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El caso de Juan Pablo Iragorri y la desproporción de las penas

Qatar podría tener responsabilidad internacional por posibles tratos crueles, inhumanos y degradantes en contra del colombiano Juan Pablo Iragorri.

Daniel Salgar Antolínez
06 de marzo de 2015 - 12:15 p. m.
La esposa del preso francés Sergei Atlaoui, condenado a pena de muerte por tráfico de drogas en Indonesia. El castigo   se ejecutará en los próximos días. / EFE
La esposa del preso francés Sergei Atlaoui, condenado a pena de muerte por tráfico de drogas en Indonesia. El castigo se ejecutará en los próximos días. / EFE
Foto: EFE - MAST IRHAM
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La condena a cadena perpetua contra el colombiano Juan Pablo Iragorri en Qatar, la cual ha provocado un escándalo debido a las irregularidades jurídicas y violaciones a los derechos humanos a las que habría sido sometido, según el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, refleja también una de las crecientes preocupaciones en la política global de drogas: la desproporcionalidad de las penas por delitos asociados a estupefacientes, recurrentes en varios países de Oriente Medio y Asia.

En los últimos años múltiples organismos han presionado a los estados a respetar el principio de proporcionalidad en la aplicación de las penas por delitos de drogas. Por ejemplo, la nota de orientación sobre derechos humanos publicada por la Oficina de la ONU para la Droga y el Delito en 2012 señala que las respuestas a los delitos deben ser proporcionadas y que “en el caso de delitos que entrañan la posesión, adquisición o cultivo de drogas ilícitas para uso personal, el tratamiento, la educación, el postratamiento, la rehabilitación y la integración social basados en la comunidad representan una medida sustitutiva más eficaz y proporcionada a la condena y el castigo, incluida la detención”.

Aunque se han dado pasos para revisar la aplicación de penas desproporcionadas, esta orientación está lejos de ser acogida por varios estados que se reservan el derecho a imponer penas según sus propios criterios, aun cuando son firmantes de tratados internacionales que los llaman a cumplir, entre otros, el principio de proporcionalidad consagrado en la Declaración Universal de los DD.HH.

Como indica un informe del Transnational Institute (TNI), “muchos gobiernos imponen penas desproporcionadas, como la pena de muerte, porque están convencidos de que los castigos duros ejercerán un efecto disuasorio y evitarán que las personas participen en actividades relacionadas con drogas. Dado que son cada vez más las pruebas que demuestran que las sanciones duras no disuaden eficazmente del uso de drogas y que no hay evidencias que demuestren que la dureza de las penas desincentive otros delitos relacionados con drogas, se hace cada vez más necesario que los gobiernos revisen las penas desproporcionadas”.

Qatar es uno de esos estados que optan por las penas duras. El récord de derechos humanos en este millonario país del golfo Pérsico es altamente cuestionado. En cuanto a los castigos por delitos de tráfico de drogas, según el informe Global Overview de 2012 de la ONG Harm Reduction International, Qatar figura entre los que aplican “simbólicamente” la pena de muerte y, como es evidente en el caso Iragorri, una cadena perpetua que equivale a 25 años de prisión.

Los casos más preocupantes de aplicación de pena de muerte, según el informe, están en China, Irán, Vietnam, Arabia Saudita, Singapur y Malasia. Y en menor medida en Tailandia, Indonesia, Kuwait, Pakistán, Egipto, Yemen y Taiwán.

Justo cuando el caso Iragorri inundaba los medios colombianos, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE) dio un giro importante al publicar su informe de 2014. Allí, el organismo, que se considera guardián de los tratados internacionales de fiscalización de estupefacientes y que antes aseguraba que la “dureza de las penas es prerrogativa exclusiva de los estados”, hizo por primera vez un llamado a abolir la pena de muerte y optar por un enfoque más equilibrado y respetuoso de los estándares de derechos humanos.

Este llamado cobra relevancia no sólo por la posible desproporción de la cadena perpetua a Iragorri, sino porque el 18 de enero seis condenados por delitos de drogas fueron ejecutadas en Indonesia, cinco de ellos extranjeros, incluyendo un brasileño.

En el caso Iragorri, la pena injusta y las violaciones a los derechos humanos a las que habría estado sometido están documentadas en el informe que el Alto Comisionado de la ONU para los DD.HH. envió al gobierno de Qatar el 24 de febrero de 2014. Las irregularidades (falta de abogado independiente durante los primeros tres meses de arresto, falta de pruebas e investigación imparcial, entre otras), así como los tratos crueles, inhumanos y degradantes detallados en el reporte, irían en contra de tratados internacionales y de la Carta Árabe de Derechos Humanos, ratificada por Qatar en 2009.

El informe de la ONU se puede leer como una advertencia de que esto le podría generar responsabilidad internacional al Estado árabe, aun cuando el caso se haya resuelto por la jurisdicción interna. En el sistema internacional existen vías para, si no demandar, por lo menos cargar un peso político a un país responsable de este tipo de violaciones. El Consejo de DD.HH. de la ONU podría ser un camino, a falta de un sistema sólido de protección de estos derechos en Asia y de la falta de competencia propia que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) tiene sobre los mismos.

La Cancillería colombiana no ha salido a defender la inocencia de Iragorri. Sin embargo, ha lamentado la situación de los colombianos presos en el exterior y expresado su voluntad de acompañarlos hasta donde sus competencias lo permitan. Desde 2012 ha acompañado a Iragorri y a otros cuatro connacionales detenidos en Qatar y buscado garantizar su debido proceso. También envió una nota pidiendo la repatriación del condenado, pero no ha obtenido respuesta. Roberto Vélez Vallejo, embajador en Japón y exembajador en Abu Dabi, dijo a este diario que “no hay mucho que se pueda hacer” para cambiar las disposiciones de la jurisdicción local en el país árabe. “No podemos interferir en la justicia de otra nación”.

Por Daniel Salgar Antolínez

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